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Los costos ambientales del crecimiento económico La creciente evidencia de los costos ambientales del crecimiento económico vuelve a poner sobre el tapete una vieja máxima que recuerda que desarrollarse es más que crecer. Por Eduardo Gudynas Desde diferentes ámbitos se ha defendido la idea de concebir al desarrollo como un proceso de crecimiento económico. Esta vinculación se basa en suponer que los progresos materiales, la mejora en la calidad de vida y el bienestar, dependen de crecer económicamente. Todavía más, incluso los avances en otros terrenos, como la política y la cultura, dependerían del motor económico. Esta es la postura que vienen defendiendo varios académicos, que repite el Banco Mundial, y que termina por implantarse en los programas de desarrollo en América Latina. En realidad la hermandad entre desarrollo y crecimiento puede rastrearse al menos hasta las décadas del 40 y el 50. El influyente libro de W.A. Lewis de 1955 sobre desarrollo se titulaba simplemente Crecimiento económico. La sinonimia así planteada siempre estuvo en el centro de agudas críticas, en especial cuando se evaluaban temas como el empleo, educación o salud, y también el ambiente. Desde el campo ecológico se generó una de las polémicas más serias y que en buena medida se mantiene hasta el día de hoy. A pesar de todo eso, en este año se vuelve a insistir con intensidad en reducir el desarrollo al crecimiento. Sin intentar agotar la riqueza de esa discusión, entiendo como necesario recordar algunos momentos de ese debate ambiental para comprender mejor el contexto actual. El primer ataque de envergadura se dio en 1972, al publicarse los estudios realizados en el MIT por encargo del Club de Roma. El reporte, titulado "Los límites del crecimiento", puso en evidencia que el crecimiento económico continuado es imposible, ya que tanto la dotación de recursos naturales como las capacidades del entorno de recibir contaminantes están acotadas. El equipo de científicos liderado por Donella Meadows, partiendo de modelos de crecimiento exponencial de la población y la industria, presagiaba que se chocaría con limitaciones de tipo ambiental, y que en varios escenarios se terminaría en ominosas hambrunas planetarias y contaminaciones desastrosas. Este reporte, y los que le siguieron, generaron una enorme polémica, y fueron acusados de ser versiones neomalthusianas, que en realidad amenazaban la posibilidad de desarrollo. En los países industrializados, desde las tiendas conservadoras se defendió el crecimiento, afirmándose que el reporte tenía errores en sus cálculos, y que la disponibilidad de recursos era en realidad mucho mayor, y que allí donde escasearan, la innovación científico-técnica permitiría encontrar sustitutos. En América Latina también se utilizaron esas ideas, pero además se consideraba que el informe Meadows presentaba argumentos que servían para detener el desarrollo autónomo del Sur. Los gobiernos latinoamericanos, con Brasil a la cabeza, postulaban el "crecimiento a cualquier costo", mientras que varios intelectuales que en esos años militaban en la izquierda, desde la Fundación Bariloche generaron un contramodelo, donde se propiciaba el crecimiento a partir de premisas como el uso de la energía nuclear. Las idas y venidas de estas discusiones terminaron conformando una oposición entre el crecimiento económico y el marco ecológico, donde los gobiernos y empresarios concebían que la protección ambiental significaba detener el desarrollo. La reconciliación Las polémicas se mantuvieron con altibajos durante años hasta que el crecimiento económico fue puesto en un nuevo contexto con la concepción del desarrollo sustentable defendida por la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo, presidida por la noruega Grö Harlem Brundtland. Si bien el término sustentabilidad provenía del campo biológico, y aludía a un uso ecológico de los recursos naturales, sea por mantenerse dentro de la capacidad de carga de los ecosistemas o por la extracción de recursos sin superar sus ritmos de reproducción, comenzó a cobrar un sentido economicista. En el reporte de la comisión "Nuestro futuro común", se definió ese tipo de desarrollo como la satisfacción de las necesidades actuales sin comprometer esa posibilidad en las generaciones futuras. La comisión reconocía que existían límites, pero a diferencia del equipo de Meadows afirmaba que éstos no eran absolutos, sino que tanto la tecnología como la organización social podían ser mejoradas "de manera que abran el camino a una nueva era de crecimiento económico". El cambio introducido en esa propuesta fue fenomenal: el marco ecológico que antes se entendía como un obstáculo insalvable para el crecimiento, pasó a ser una necesidad para asegurarlo. Mientras unos celebraban que el informe Brundtland ponía el acento en la conservación ambiental, otros se alegraban de la reconciliación con la economía del crecimiento. La oposición entre ecología y crecimiento desaparecería, y repentinamente la dimensión ambiental era un requisito más del progreso económico, y del desarrollo. La propia noción de límites se desvanecía elegantemente, ya que en realidad no eran absolutos sino que podían modificarse a expensas de la organización social y la tecnología. Con ello se intentaba hermanar el ambientalismo con la economía neoclásica. No olvidemos que el crecimiento económico es un componente central del desarrollo para esa corriente de pensamiento, y basta como ilustración repasar el capítulo que le dedica Paul Samuelson en su libro de texto sobre economía. Allí se expresa que el crecimiento económico es "desde hace tiempo un objetivo económico y político fundamental para los países" en tanto es el "factor más importante en el éxito económico de los países a largo plazo", convirtiéndose en sustento de aspectos como la calidad de vida o el poder. Los países latinoamericanos han seguido ese credo de concebir el desarrollo como crecimiento económico. Frente a los primeros cuestionamientos ambientales se reaccionaba tanto con la negación de la importancia del problema, como por apuntar su peligrosidad ya que se ponía en cuestión su visión del desarrollo de las naciones, y por lo tanto, impedirían su prosperidad. Desde fines de los años 80, los gobiernos respondían que primero deseaban crecer y luego se vería como repararían los impactos ambientales. Esta postura se defendía de forma más o menos vaga apelando a la idea que bajo el crecimiento habría mejores posibilidades de protección del entorno. Como contracara también se sostenía que en las sociedades pobres, como las personas deben enfrentar la sobrevivencia diaria no tenían la capacidad de preocuparse por los problemas ambientales. Este tipo de relaciones se formalizaron a principios de los 90 en las llamadas curvas ambientales de Kuznets, ampliamente publicitadas por el Banco Mundial. Estas dibujan una "U" invertida que relaciona el PIB per capita con la degradación ambiental. En etapas iniciales del crecimiento económico, con bajos ingresos por persona, se observan aumentos en los impactos ambientales, hasta llegar a una cima tras la cual, el progreso en el producto se vincula a una caída en esos impactos. Este curvas, que llevan el nombre de un premio Nobel de economía, pero que fueron propuestas por otros autores, servían para defender la reconciliación del crecimiento económico con la protección ambiental. Se entendía que esta relación se debía a que en las etapas iniciales del crecimiento dominan usos productivos de altos impactos ambientales, sea por consumo de recursos como por su contaminación, y con contribuciones modestas al crecimiento. En cambio, en las etapas finales, con procesos productivos de mucho mayor valor agregado, se alcanzaría un menor consumo de recursos o una mayor eficiencia en su uso. Las curvas ambientales de Kuznets tienen algo de verdad. Por ejemplo, muchos países latinoamericanos de bajo PIB poseen una economía basada en sectores de alto impacto, como la minería o la extracción maderera (serían los casos de Bolivia o Perú). En cambio, en los países industrializados de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), que de 1970 a 1992 crecieron económicamente un total del 80 por ciento, presentaron mejoras en indicadores de la calidad del aire del orden del 38 al 50 por ciento, en variables como la reducción de las emisiones de partículas sólidas, los óxidos de sulfuro y nitrógeno. En general los contaminantes de acción local, y con costos de gestión de corto plazo, mejoraban con aumentos del ingreso. Con este tipo de datos se defendía la idea que el crecimiento es necesario para mejorar la calidad ambiental. Un paso más en la misma línea de razonamiento lo presentaba el Banco Mundial en su informe de 1992 dedicado al tema ambiental, donde se resumen varias posiciones economicistas en materia ambiental. A su juicio, quienes sostienen que el crecimiento económico inevitablemente daña el ambiente se basan "en presunciones estáticas sobre la tecnología, las preferencias y las inversiones ambientales". Por el contrario, las relaciones que operarían son de otro tipo: un incremento del ingreso haría que aumentaran los requerimientos por una mejora en la calidad ambiental, y por ello las inversiones en ese rubro. Además, aquellos recursos que resultaran escasos (o sea que estarían próximos a sus límites), tendrían precios crecientes que desencadenarían fuerzas de sustitución, sea por la búsqueda de sustitutos como por usos más eficientes, con lo que se reducirían los impactos ambientales. Posturas de este tipo tienen varios defensores, que van desde los espacios empresariales o los claustros académicos. Por ejemplo, la Cámara Internacional de Comercio ha sostenido que el crecimiento provee las condiciones para la protección ambiental, y de hecho es el crecimiento el que debe ser sustentable. Más recientemente, T. Panayotou, del Harvard Institute for International Development, al considerar esta polémica defiende la meta del crecimiento económico, postulando que debe romperse el nexo con los aumentos de energía y recursos. A su juicio, la solución pasaría por ingresar la Naturaleza al mercado. Un paso más en ese sentido lo representa el "ambientalismo del libre mercado", una corriente de economía neoliberal que se dedica a temas ecológicos y que tiene arraigo en Canadá, Estados Unidos y algunos países latinoamericanos, especialmente Chile. El crecimiento se lograría incorporando el ambiente al mercado, en forma plena, y evitando cualquier distorsión o intromisión del Estado. Impactos ambientales crecientes Sin embargo, estudios más cuidadosos han demostrado que no siempre se cumple una relación como la descrita por las curvas de Kuznets. En varios casos el crecimiento económico desencadena progresivos daños ambientales, y con ello en realidad estaría limitando el desarrollo. Esa situación se ha detectado en varios países, incluidos los industrializados, donde a medida que aumenta el producto per capita, se incrementan algunos impactos ambientales, como los desechos sólidos en el ámbito de los municipios, el CO2 emitido a la atmósfera, o la acumulación de sustancias muy tóxicas, como el cadmio o níquel. Ejemplos de este tipo ya se observan en América Latina; en nuestras metrópolis a pesar de los modestos crecimientos del ingreso, se ha disparado la generación de basura. En general se observa que a mayor crecimiento económico se deteriora el ambiente por impactos de largo plazo o acumulativos. Finalmente, un análisis como las curvas de Kuznets no es aplicable para la apropiación de los recursos naturales, como por ejemplo la tala de los bosques o la extracción de arena. A estos cuestionamientos se les debe sumar los estudios donde se corrige el PIB atendiendo a los impactos sociales y ambientales. En esos análisis, varios de los cuales fueron realizados dentro del propio Banco Mundial, se observa que aunque el PIB crece, más allá de cierto umbral, los indicadores corregidos muestran descensos. Se ha sumado evidencia que muestra que bajo ciertas condiciones el crecimiento no sólo no soluciona los problemas ambientales sino que los empeora. Consecuentemente, el crecimiento económico termina frenando el desarrollo. Esos estudios volvieron a poner en primer plano las premoniciones del Club de Roma, ya que la capacidad de los ecosistemas de amortiguar y absorber los impactos ambientales es limitada. De la misma manera, si bien la disponibilidad de recursos, como algunos minerales, por ahora no es un problema, está surgiendo escasez en otros antes impensados, como el agua potable. Mientras que instituciones como el Banco Mundial defienden el crecimiento a toda costa, algunos de sus propios economistas (como Robert Goodland) están advirtiendo que la apropiación humana de los recursos está comenzando a aproximarse a esos límites. Se estima que el ser humano ya se apropia de aproximadamente el 40 por ciento de la productividad primaria producida en el planeta. Este tipo de análisis han pasado desapercibidos para quienes discuten las políticas de desarrollo en América Latina. Incluso las propuestas de desarrollo del Banco Mundial para el continente son de corte economicista, donde se ignora el papel de estas cuestiones ambientales. Un repaso de las declaraciones en la prensa como de las publicaciones académicas muestra el apego al crecimiento económico como meta del desarrollo. Es desde esa creencia que los países del sudeste asiático se ponen una y otra vez como ejemplo. Allí se han alcanzado tasas de crecimiento del orden del cinco por ciento, y no pocas veces se invoca el ejemplo de sitios como Singapur, como una nación pequeña pero con crecimiento vigoroso. Nuevas evidencias demuestran que ese progreso tiene como contracara una enorme destrucción ambiental, lo que constituye una evidencia que América Latina no puede dejar pasar por alto. Algunas de estas nuevas pruebas provienen de un sitio inesperado: el Banco Mundial. En una reciente reunión celebrada en Montevideo, sobre el Desarrollo en América Latina, sus economistas V. Thomas e Y. Wang presentaron un estudio sobre los costos ambientales del crecimiento en el sudeste asiático, que se reproduce con este artículo. Ese análisis deja en claro que la promoción del crecimiento económico ha desencadenado un deterioro ambiental severo. Ese trabajo deja otra importante lección: la vieja receta latinoamericana de "crecer primero y limpiar después" también es inadecuada. Algunos impactos pueden ser irreversibles (el caso extremo es la extinción de una especie), mientras que casi siempre los costos son mayores. Thomas advierte este punto en otro artículo: "La contaminación ambiental entraña un costo sanitario considerable, que se agrava cuando se pospone la lucha contra ella. En general, el costo de la inversión en la lucha contra la contaminación es inferior a los beneficios que produce. Mas vale entonces prevenir que curar. Suele ser más barato controlar la contaminación en la fuente mediante reformas normativas, en especial la eliminación de subsidios, que invertir más tarde en la lucha contra la contaminación" (Thomas y Belt, 1997). Este tipo de evidencias demuestra que las consecuencias del crecimiento pueden ser negativas en la dimensión ambiental si no se toman las medidas económicas, normativas e institucionales de prevención. Por cierto que bajo condiciones de regresión, estancamiento o reducido crecimiento, también pueden darse grandes impactos ambientales. Es que la gestión ambiental no puede reducirse a una gestión económica. Son necesarias ciertas herramientas económicas, junto a la construcción de un marco legal de protección ambiental, procedimientos institucionales para asegurar su funcionamiento y un papel activo del Estado. Estas evidencias sirven para dejar en claro que el crecimiento por sí mismo no puede ser la meta primaria del desarrollo. La disposición de recursos naturales está limitada; por ejemplo, la tecnología podrá ampliar los rendimientos de la agricultura, pero siempre se moverá con los 415 millones de hectáreas con las que cuenta el continente. De la misma manera, los ríos y arroyos de nuestras grandes ciudades poseen capacidades limitada en manejar algunos contaminantes, y ya son muchos los sitios donde ya han sido ampliamente superados, como se observa en el Rimac de Lima, el Riachuelo de Buenos Aires o el Tietê de Sao Paulo. Los nuevos aportes de la economía ecológica, como los liderados por Herman Daly, dejan en claro que los procesos productivos de origen humano no constituyen un sistema abierto, que comienza con los factores de producción y terminan con los bienes y servicios, tal como ilustran los libros de texto. En realidad representan un subsistema dentro de otro sistema mayor, la biósfera, la que está limitada. Es por eso necesario recordar que el desarrollo y el crecimiento son dos procesos distintos. Es corriente usar la analogía donde se recuerda que el ser humano crece hasta cierto punto, y aunque esto se detenga, igualmente se puede seguir desarrollando. Es necesario ponderar los planes de crecimiento económico atendiendo a una nueva familia de indicadores para considerar aspectos claves como el consumo de recursos y energía, los impactos ecológicos, los balances entre esos consumos y la generación de empleo, y la calidad de vida. Este artículo es parte de las investigaciones de CLAES en políticas ambientales realizadas con apoyo de FESUR. Bibliografía Gudynas, E. 1996. Ecología, mercado y desarrollo. Vintén, Montevideo. Panayotou, T. 1993. Ecología, medio ambiente y desarrollo. Gernika, México. Thomas, V. y T. Belt. 1997. Crecimiento y medio ambiente. Finanzas y Desarrollo 34(2): 20-22. |